La mujer que atiende la
pescadería de mi barrio
tiene el pelo rojo
como la sangre de los peces
frescos
facciones delicadas, una
voz fuerte
¿Que vas a querer guapa?
exclama apenas entro.
Le digo que no sé nada
acerca de los peces de
estas aguas
ella me los presenta, los
enumera
al tiempo que señala sus cadáveres.
Yo miro con atención sus
formas
no los reconozco, pero
identifico
en sus rictus de muerte
una tristeza nueva y
poderosa.
El brillo apagado de sus escamas
me regala nuevos prismas
reveladores un orden
antiguo
escrito en los corales.
Ella afila sus cuchillos
rompe el silencio,
recomienda
uno de nombre extraño
que asegura es delicioso
por ser de roca
y no moverse en aguas
profundas
donde son turbias las
mareas
el fondo marino insondable.
Acepto su sugerencia
porque el pez en cuestión
no es ni muy grande ni muy
chico
ni feo ni bello
sino simplemente un cuerpo
blando
que ha perdido su pulsión.
El olor de sus vísceras
me asquea y me recuerda
cuando mi papá volvía de la
pesca triunfante
a darme un beso mostrándome
una cesta
llena de peces muertos
y luego me pedía compañía
mientras limpiaba los
parásitos
que vivían ocultos entre
sus tripas
como tesoros escondidos o sentimientos
que yo aprendí a controlar
para no desbordarme en cada
esquina:
No llorar por la cadena
alimenticia
y los nombres que no
retengo
y las aguas turbulentas,
las mareas,
los cuchillos.
¿Quieres la cabeza para hacer una sopa?
pregunta la mujer tras
arrancar el espinazo
y pesar los trozos en una
balanza de metal
que podría determinar,
estoy segura
la justa medida de todas
las cosas.
Yo asiento y casi casi
recuerdo
el momento exacto
en que me resigné a no
convertirme en un pez
a aceptar el beso de mi
padre disimulando la arcada
cuando la mujer de pelo
rojo
me entrega la carne blanca
y limpia
envuelta en un diario donde
pueden leerse
las últimas noticias
internacionales.
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